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Por Blanca de Lizaur, PhD, MA, BA, Especialista en contenidos.

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Para gente de medios Para: Revista

LO QUE LOS INTELECTUALES LEEN …a escondidas

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Pigmalión y Galatea…

            El maestro repartió a sus alumnos de posgrado un poema escrito por un prestigiado creador contemporáneo. Después de unos minutos les pidió que señalasen sus líneas favoritas, pero nadie se atrevió a contes­tar: El poema, a pesar de la fama del autor, era francamente horri­ble. Y aunque nos han acostumbrado a decir que es bello lo que ha sido reali­zado con gran despliegue técni­co (sin importar que lo dicho sea espanto­so), aquel poema no tenía ni siquiera una técnica notable. Ahora bien, en el mundo de las letras se da una especie de tácito acuer­do por el cual los miembros deben mostrar aprecio por lo que todos los demás han exalta­do, sin impor­tar su calidad real; y esto nos ha obligado en ocasiones a alabar obras «cultas» de cuya calidad hemos tenido serias dudas.

La cuerda, sin embargo, se ha tensado más allá de lo razona­ble. La gente de letras, escindida como un dios Jano, no lee lo mismo «oficial­mente», que a escondidas. El presen­te artícu­lo preten­de, precisamente, hacer un recuento de las obras favoritas de todos –las que leemos por gusto, las que nada nos fuerza a leer–.

En una reunión con maestros de la facul­tad, se encon­traba presente el asesor «histórico» de cierta teleno­vela famosa. Hablando con él sobre este tipo de obras, recor­dé el caso de Corazón salva­je, y de sus tres versiones (la de 1963, la de 1974, y la de 1993). Dije entonces –erróneamente– que el papel de Juan del Diablo, lo habían interpre­tado anteriormente Julio Alemán y Enrique Álvarez Félix. Otro presti­giado historiador que se encontraba a nuestro lado, nos inte­rrumpió y dijo «¡Claro que no!; fue Enrique Lizalde» –y a coro lo secundaron otros tres académicos de renombre–.

En aquella misma reunión, se preguntaban otros invita­dos por el destino de la muy respetada y envidiada bibliote­ca –de más de 600,000 ejem­plares– de don Francisco Mon­terde (q.e.p.d.). Vino entonces a colación recordar que éste había construido en el baño un tapanco en donde atesoraba sus colecciones del Ja-já y de los libros condensados del Selec­cio­nes del Reader’s Digest.

Dos meses antes de esta reunión, una intelectual socia­lista extran­jera me regaló cerca de 200 jazmines que ya no cabían en su casa –desde luego, no me dio todos los que tenía, sino que conservó sus favoritos (más de 500) bajo llave en un armario–.

Muchos maestros de nuestra facultad, cuentan con un respeta­ble acervo de novelas policiacas. Un direc­tor administra­tivo conoce cuanto hay que saber sobre los Lágri­mas y risas –es, de hecho, la fuente más autoriza­da para quien quiera recordar alguna historia que ya no sea posible conseguir–. Otra especialista renombrada no se pierde un número del TVyNovelas.

Un varias-veces doctor honoris-causam, y ex-vocal de un centro de inves­tigación de la ONU, confiesa el enorme impac­to que causaron en su vida las obras de Salgari (Sálga­ri en italiano); y por su parte un británi­co, inves­tigador literario de óptimo desempeño, y director hoy de un departamento universitario en Inglaterra, es uno de los principa­les expertos en music-hall –fenómeno que en nuestro país corresponde­ría al de la «car­pa»–

El director de una revista de opinión que da clases en nuestra facultad, confesó a sus alumnos que, entre un programa de televisión cultural y un partido de fut-bol que fuera trans­mitido simultánea­mente, con toda seguridad prefe­riría ver …el fut-bol. Las pelícu­las mexica­nas viejas, el ¡Hola!, las histo­rietas de Memín Pinguín, Ásterix y Mafal­da, las novelas de vaqueros, las de ciencia ficción, las de espías –especial­mente las de James Bond–, y las de aventuras al estilo de Julio Verne, constituyen el grueso de las lecturas secretas (de que yo tenga noticia) en la Repú­blica de las Letras.

Aún más: Estadísticas mundiales demuestran que la mayor parte de los aficionados a la serie Star Trek (esto es: de Viaje a las estre­llas) cuenta con estudios universitarios, y un nivel socioeconómico medio o alto (cfr. «Trekking onward»; Time, 28 de noviembre de 1994); y lo mismo descu­brió la editorial Harlequin –que publica los jazmi­nes en Estados Unidos– en cuanto a sus lectores promedio (cfr. apéndi­ce; The Romance of real life, or Virtue still rewarded; tesis de Nattie Golubov, maestra también de nuestra facultad). Esto viene a echar por tierra la teoría de que la literatura «popular» es leída sólo por gente «igno­rante» o de escasos recursos económicos.

Corresponde ahora preguntarnos por qué.

La literatura prestigia­da de los últimos 100-150 años ha enfati­zado el juicio de la «forma» (de la técnica, del «cómo» es «contada» la obra) por encima del juicio del «fondo» (del contenido, de lo que la obra «cuenta»). Además de esto, se han privile­giado la exaltación de lo distinto, la transgresión y la innova­ción extrema, más que la bús­queda de lo hermoso –como si no hubiera nada que lo fuera en el mundo de lo cotidiano–. Por lo mismo, quienes vivimos de las letras hemos sido obliga­dos a consumir cantida­des inhumanas de obras sórdidas, amargas, perversas, confusas, disloca­das, o –en gene­ral– simplemente horribles.

El resultado está a la vista: Si cada uno de los cuentis­tas «cultos» que hay en nuestro país, comprara un solo ejemplar de los demás, los tirajes de sus obras se agota­rían; ¡…y no es así (cfr. «Polémi­ca»; La Experiencia Litera­ria, re­vista del colegio de Letras de nuestra facul­tad; in­vierno 1993-1994)! Dicho de otra manera, ni siquiera ellos mismos se leen. Y no se crea que es porque la gente no lea o no sepa leer –excusa fácil del mal au­tor–, ya que las encues­tas demues­tran lo con­trario (cfr. «¿Acos­tumbra leer?», El Heraldo de México, 30 de septiembre de 1991). El autor que ha elegido exaltar casi exclusi­vamente lo desagradable, no puede quejar­se de que la gente le dé la espalda. Como ya dije en otro artículo mío («Libertad de expre­sión y libertad de recepción», Huma­nidades # 91), los escri­tores tenemos el derecho de decir lo que queramos, pero no podemos obligar a los demás a oírnos.

El Pigmalión original –el de la mitología griega– fue un rey de Chipre, y un escultor de gran calidad técnica. Pigmalión escul­pió una mujer, en marfil, de manera tan per­fecta que una noche se encerró con ella esperando darle vida. En una de las versiones del mito, Afrodi­ta se enteró de esto, y se indignó por la sober­bia y la necedad del escul­tor. Enton­ces, para castigar­lo, infundió vida a la estatua, a la que llamó Galatea. Al tener que vivir con ella, Pigma­lión debió aceptar la verdad, y enfren­tarse con el hecho de que la «mujer» que amaba por su belle­za plásti­ca, no tenía nada más –nada huma­no– que ofrecerle. Su vida se había conver­tido en un infier­no… Tanto, que al final Afro­dita se compa­deció de él, y convirtió de nuevo a Galatea en esta­tua.

Esto es lo que está ocurriendo entre los intelectuales. Gran parte de la literatura «culta» de los últimos años es fría, despia­da­da e inhumana; dedicarse sólo a ella es imposible porque la vida se volvería un infierno. …Y no lo digo yo, lo dicen las lecturas secretas de los intelectuales.

Fuente de la ilustración: Banco de imágenes DreamsTime.com (© Caraman)

ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN

(DATOS BIBLIOGRÁFICOS/HEMEROGRÁFICOS/VIDEOGRÁFICOS DE LA FUENTE):

Blanca de Lizaur;  «Lo que los intelectuales leen a escondidas», Humanidades de la UNAM # 107, págs. 24 (contraportada) y 19 [1995].

Actualmente disponible en (repositorio):  http://www.mejoresmedios.org

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Este artículo dio inicio a una polémica sobre el tema, al ser respondido primero por el Dr. Jaime Litvak King, q.e.p.d., en el # 108 del mismo periódico académico; después por el Dr. Paul Schmidt Schoenberg en el # 109; y finalmente por el Dr. Santiago Genovés, en el # 120.

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